Color en el algodonal

Los esfuerzos por rescatar el algodón nativo de colores, en el valle de Supe, continúan en ascenso. Las fibras tono beige de la reciente cosecha están por alcanzar estándares internacionales. Aún es una fase experimental, pero algunos agricultores ya se han convencido de que es una apuesta rentable.

Jonathan Félix (20) –polo verde y chancletas– se ajusta un saco blanco de tela a la cintura y, con la cumbia melosa de Corazón Serrano, que emite su viejo celular, empieza a arrancar, una a una, esponjosas bellotas de las hileras de plantas que pueblan la parcela experimental,  en Caral, montada desde hace tres años por la Zona Arqueológica (ZAC)  y la empresa San Fernando.

“Lo sacaron de la cuna y lo trajeron aquí”, bromea Evedardo Vitonera, exalcalde de Supe Puerto y coordinador del proyecto desde hace unas semanas. Jonathan, de Barranca, es el guardián de la parcela desde hace un año, en dos turnos, de lunes a sábado.

imagen-algodoneros-caral-parcela

No es un ingeniero ni tampoco un genetista. Antes, ni siquiera era agricultor. Su padre, que llegó hasta aquí para reparar las motos de algunos empleados, le avisó que había un trabajito. Lo pusieron a prueba tres meses, y se quedó. “Toda esta cosecha es suya. Son sus hijos”, agrega Vitonera sobre el chico de pocas palabras. Esos ‘hijos’ representan una producción de cerca de mil kilos de algodón nativo, a partir de un cultivo de 6,500 plantones, en un terreno de una hectárea. Si lo comparamos con la primera campaña de 2013, que fue de 50 kilos, el salto es enorme.

El algodón nativo de colores (Gosypium barbadense) data de hace cinco mil años y era utilizado por los caralinos –la civilización más antigua de América, afincados en el valle de Supe– para el trueque y para elaborar ropa y redes.

Esta fue la conclusión a la que llegó la arqueóloga Ruth Shady, luego del descubrimiento de esta cultura prehispánica, en 1994, y las posteriores excavaciones, donde se encontraron prendas de vestir de distintas tonalidades, entre ellas el marrón, rosado, amarillo, lila y beige. Prendas que en un inicio se creían impregnadas de misteriosos tintes, pero que debían sus matices a fibras naturales.

En 1949, la planta de algodón de colores sufrió una persecución por parte del Ministerio de Agricultura, al creerse que era depositaria de plagas, en un contexto, además, favorable al algodón blanco, apreciado en el mercado internacional.
Se continuó cultivando de manera silvestre en la selva, especialmente en Amazonas, pero fue recién en el 2008, al declarársele Patrimonio Genético Étnico-Cultural de La Nación que comenzó su recuperación.

“En esta campaña se priorizó el color beige con la intención de mejorar la semilla y darle una mejor calidad a la fibra”, señala Vitonera. Mientras más larga sea la fibra, más valiosa. El beige alcanza los 20 milímetros. La valla que exige los estándares comerciales es arriba de los 25. Se prevé que el próximo año alcanzará los 23. De ahí el entusiasmo. Sobre todo, porque el proceso dura siete años.

Mientras Jonathan arranca las últimas bellotas del día, algunos bichitos aparecen. Y así, con aquella extroversión repentina que el conocimiento es capaz de proveer en los tímidos, el muchacho me habla, con maestría, de las plagas y de cómo las ha combatido. Del gusano picudo que se encarama en la bellota y ataca la savia; el arrebiatado (Dysdercus peruvianus) que chupa el aceite del capullo; el heliote que agujerea las hojas; o la mosca blanca.

Si nada impidiera su festín, los capullos reventarían a medias y brotarían champas rascuachas y sombreadas.

“No utilizamos pesticidas. Todo es orgánico”, recalca. Por disposición del biólogo Lorenzo Solier y el ingeniero Teodorico Veramendi, encargados del proyecto, Jonathan emplea controladores biológicos como la mariposa verde que devora los huevos del gusano picudo. Y una solución, a  base del laurel rosa y el floripondio, que tiene la propiedad de acabar con las plagas sin tocar a los controladores.

“Eso solo se aprende en el campo”, dice orgulloso, mientras emprende la marcha. Al día siguiente todas las plantas serán quemadas, como manda la ley, acabada la cosecha. A partir de julio, época de sembrío, cuidará de sus nuevos ‘hijos’.

LLAMPUMAKI

A 20 minutos del pueblo de Caral está Peñico, un centro poblado en Huaura –adonde se llega cruzando un río–, y uno de los lugares, además de Alpacoto y Santa Elena Sur, donde el proyecto ha repartido semillas a los agricultores.

Allí nos recibe Max García (67), quien ha pedido permiso para ponerse una camisa. García, ingeniero industrial, es dueño, por herencia, de 32 hectáreas, 20 de ellas cultivables.

Se ha especializado en el maíz morado, haciendo mejoras genéticas para incrementar la producción de antocianinas, sustancia que se encuentra en la coronta y que mata las celulas anticancerígenas del colon.imagen-algodoneros-02

Ahora pretende incursionar a ese nivel en el cultivo de algodón de colores. Su primera cosecha ha sido desproporcionada: el color verde le ha dado 450 kilos, en un cuarto de hectárea, pero el beige apenas medio kilo.

“Me dieron las semillas pero me dejaron a mi suerte. Tiene que haber un seguimiento –le reclama García a Evedardo Vitonera, representante del convenio ZAC-San Fernando–. La meta del Perú debe ser darle valor agregado a sus productos autóctonos. Hacerlos rentables. Si eso no ocurre, estamos fritos”.

Moreno, otro agricultor de Peñico, interviene: “si nos aseguran la semilla y el precio de refugio (trabajan sabiendo cuánto van a recibir por el cultivo), nos metemos de lleno”.

Vitonera solo asiente. Feliciano Capillo (46), empleado del proyecto, agricultor oriundo de Caral, de antepasados que han trabajado la tierra, los tranquiliza con consejos y apuntes. Cuánto margen de espacio deben dejar entre los surcos, la cantidad de agua y los pesticidas orgánicos a utilizar, etc. Y dice que si el beige no produjo en cantidad fue probablemente por el microclima de Peñico de altas temperaturas todo el año a diferencia de Caral.

Más calmado, García cuenta que parte de su producción de algodón verde se la vendió a unas señoras de una iglesia evangelista de Huancavelica. Entre siete y diez soles se paga por kilo de algodón nativo.

“Mi esposa aprendió a diseñar carteras y bolsas en la Asociación Llampumaki, y gana alrededor de 700 soles mensuales”, dice Capillo. A García se le abren los ojos.

imagen-taller-tejido-caralLlampumaki (manos suaves), que también es el nombre de la marca, se encuentra a dos cuadras de la plaza de Caral. Aquí 60 pobladores, entre hombres y mujeres, reciben clases gratuitas de palito de crochet y telar de cintura para fabricar chompas, cartucheras y chullos, con el algodón de colores.

Brenda Pardo (25) porta una siquicha, tela abrochada a su espalda que le permite tejer, ajustando maderas  de distintas formas llamadas callua y cungalpo. Todo se sujeta en el extremo, con unas sogas  amarradas al fierro de la ventana.

Brenda es de Iquitos pero vive en Caral desde diciembre. Se ha dedicado a la cerámica, y ahora, con esmero, al tejido. De hecho, su esposo también lleva el curso. Muy pronto sus creaciones se venderán en la zona arqueológica y en ferias de Lima, donde el algodón cerrará el círculo.“Va a llegar lejos, porque viene a sus clases. Aquí el que no viene, no avanza”, dice su profesora.

Fuente: (La República)

Fecha de publicación: 03/05/2015