Caral: Lecciones ancestrales

La ciudad más antigua de América, en Perú, ya intentaba ser una urbe sostenible hace 5.000 años

Sobre una terraza polvorienta, aparentemente inútil para vivir, está la vieja ciudad, con sus muros, su anfiteatro, sus calles, sus casas, sus escalones. Con su aura literalmente milenaria. Hace 5.000 años, en este lugar,ubicado a unos 150 kilómetros al norte de Lima, vivían cientos de personas que no conocían la rueda, que tenían una cerámica incipiente y solo unas cuantas estatuillas. Pero abrigaban una clara intuición ambiental en su vida personal y social,.

Por eso Caral, la ciudad sagrada de toda una civilización que creció en este valle costeño hace esa montaña de años, se asentó en esta parte ligeramente alta desde donde se domina el horizonte y en donde se pueden evitar las inundaciones y hasta la invasión de mosquitos. Desde la que se planificaba el manejo de los ecosistemas: las tierras productivas más abajo de la ciudad, el bosque ribereño más abajo todavía y, al final, el río, fuente de vida y de peligro a la vez.

“Había allí un conocimiento que se fue acumulando”, sostiene Pedro Novoa, subdirector de Investigación y Conservación de Materiales Arqueológicos del Proyecto Caral, mientras comenta, con cierto asombro, cómo es que 50 siglos atrás ya existían ciertas nociones de conservación en el imaginario y la práctica de los gobernadores de esta ciudad. Una ingeniería sostenible, antiquísima pionera de los esfuerzos más elaborados de hoy en día.

El poner la zona habitada a esa altura, por ejemplo, hacía que la población se mantuviera a salvo de periódicas crecidas del vecino río hoy llamado Supe. En esta parte del Perú el agua no es abundante, viene estacionalmente de acuerdo con las lluvias que caen en la sierra, en las zonas altas. En junio o julio, el curso hídrico apenas puede ser un hilito miserable que no asusta ni a las gaviotas que revolotean por acá; en enero o febrero, en cambio, el torrente se desata.

Los caralinos lo sabían y, por eso, esta urbe ancestral de 32 conjuntos arquitectónicos y 68 hectáreas de extensión, se clavó en un altillo de tierra libre de amenazas fuera de los cauces aluviales y de una forma muy distinta a como, 45 siglos después, los conquistadores españoles se pusieron a tiro de crecidas. Un recorrido por estos recovecos llenos de historia permite apreciar que, en efecto, las posibilidades de una catástrofe acuosa a esta altura se tornan mínimas.

El propósito de conseguir agua, sin embargo, era máximo. Se procuraba un uso óptimo y “cada lugar estaba relacionado con un puquio (‘manantial’ en el idioma andino quechua)”, como declaró a la agencia Efe hace unos meses Ruth Shady, la arqueóloga peruana que ha explorado Caral y lo ha dado a conocer al mundo. Sabían cómo funcionaba la dinámica de los acuíferos y cómo se abastecían por ese mismo río que, en otras circunstancias, se convertía en una amenaza.

Más aún: no solo lo sabían sino que, ya en esos tiempos pretéritos, habrían puesto en práctica la técnica prehispánica denominada amuna (de amuy, una palabra quechua que significa retener), y que consiste en canalizar el agua de las lagunas de las partes altas de los Andes, donde no es tan escasa, para luego filtrarla a grietas o espacios en las partes bajas. De ese modo, los puquios siempre estarían allí, listos para el consumo humano o las labores domésticas.

Había, por añadidura y como sugieren Shady y Novoa, “visión de cuenca”. Es decir, que el recurso hídrico se administraba y se protegía no solo en la ciudad capital, sino también en Vichama, Áspero, Alpacoto, Miraya, Chupacigarro y Lurihuasi, otros asentamientos de la civilización Caral. Desde una de las partes más altas de una de las pirámides caralinas se comprueba claramente que desde allí el valle se atisba, se entiende, se domina.

El almacén del ayer

“A sólo un sol, señor”, canta una vendedora que ofrece una suerte de refresco congelado, envuelto en un plástico, que en Perú llaman «marciano». Está sentada en uno de los muros de la Ciudad Sagrada, bajo un sol algo aplastante y, por mucho menos de un euro traslada al visitante a una casi mística experiencia de sabor almibarado gracias a una fruta denominado lúcuma. Esta delicia, a su vez, nos conduce otra vez al torbellino de la Historia.

Era una de las frutas que ya se consumía por estos lares hace 5.000 años, junto con la guayaba o el pacae, del cual se han encontrado restos antiquísimos en las excavaciones, que son como rastros de los banquetes o comidas cotidianas de esos tiempos. La dieta, además de estas frutas consideradas exóticas por los extranjeros, incluía a su vez frijoles, zapallos, camotes (boniatos). Y sobre todo ingentes, productos marinos.

“No hay señales de que hayan consumido cuyes”, explica Novoa al referirse a la dieta de los habitantes de Caral. Es decir, no comían ni criaban la cobaya, un roedor de consumo habitual en la zona andina de Bolivia, Perú y Ecuador y frecuentemente usado sin clemencia en los laboratorios. Tampoco hay rastro de que hayan sido devotos de la carne de camélidos americanos (llamas, alpacas y otras especies). No, lo suyo eran las plantas y el mar.

Especialmente los peces. En una esquina de Vichama, uno de los asentamientos caralinos vecinos al mar, se comprueba al observar unas redes de pesca de cientos, o miles, de años de antiguedad. Parecen que aún funcionan, lo mismo que un anzuelo que sobrevivió a los siglos, y que en aquellos siglos perdidos habría servido para la captura de algunas especies. ¿Cómo es que estos ciudadanos milenarios llenaban su despensa y mantenían sus sociedades y sus familias?

Con la evolución de esta civilización, fue surgiendo una casta de sabios que sabían cómo manejar el ecosistema

“Había un cuidadoso tratamiento aplicado a la producción, conservación, almacenamiento y circulación de alimentos”, señalan los arqueólogos. Como en el caso del agua y la tierra, los productos diversos, marinos y vegetales se manejaban. El pescado, verbigracia, se salaba para ser conservado. Sobre todo si se trataba de la anchoveta, ese pececillo teleósteo de la familia Engraulidae, abundante en las aguas frías del océano Pacífico que baña las costas cercanas.

Shady y sus investigadores han determinado que este pescadito salado y algunos mariscos amontonados en cestas eran intercambiados por algodón de colores naturales. Los mamíferos marinos tampoco les eran extraños, al punto que algunos asientos ceremoniales están hechos de los inmensos huesos de cachalote. El mar era crucial, y a la vez era esencial saber cómo éste y otros ecosistemas evolucionaban y se transformaban.

Luchando contra el clima

Durante la COP 20, celebrada en Lima, Shady emitió una declaración contundente. Caral, de acuerdo a ella, habría sido “la primera ciudad sostenible a nivel mundial”. Desde hace 5.000 años, nada menos. Porque esa ubicación de la ciudad, ese manejo de las cuencas, ese cuidado con el agua y esa forma de almacenar los alimentos no podía ser casual. Sus habitantes sabían lo que hacían. Tuvieron, ya entonces, capacidad de observar e identificar los movimientos del clima.

De acuerdo a Novoa, con la evolución paulatina de esta civilización, “fue surgiendo una casta de sabios, de gente que sabía cómo manejar estos ecosistemas”. Ese privilegio les habría servido también para situarse en la cúspide la pirámide social, algo que parece notarse en la Ciudad Sagrada, donde son distinguibles casas más grandes, más pequeñas, espacios que parecen destinados a los sacerdotes y gobernantes, en tanto que otros son como callejuelas de pueblo.

Acumular ese poder, sin embargo, llevaba a esta clase a prever los avatares de vivir en este lugar semidesértico donde el agua no abundaba y había que ser previsor con la comida y la energía. Ya tenían una especie de seguridad alimentaria y, si lograron establecerla fue porque, a su tiempo y circunstancia, constataron que había fenómenos desbordados, como el que hoy se denomina El Niño. Hay indicios de que tuvieron que enfrentarlo corajudamente más de una vez.

El zapallo era parte de la dieta caralina. La seguridad alimentaria estaba basada en frutas, legumbres, verduras y sobre todo productos marinos.
El zapallo era parte de la dieta caralina. La seguridad alimentaria estaba basada en frutas, legumbres, verduras y sobre todo productos marinos. ZONA ARQUEOLÓGICA CARAL
Hoy mismo, en los pueblos vecinos saben que cuando aparecen ciertas especies como sapos o grillos es porque los cambios ambientales serán inminentes. El calor anómalo y la ausencia de especies marinas debido a la temperatura del mar es algo que les cayó encima en algún tiempo, al extremo que, como precisa Novoa, es probable que hacia el año 1.800 A.C. tuvieran que desplazarse a valles vecinos o a partes más altas, en donde el sustento estaba más a la mano.

“Tal vez parte de su declive se debió a que la dieta estaba anudada a especies como la anchoveta (que escasea cuando viene El Niño)”, anota el investigador. En Vichama hay un testimonio dramático de eso plasmado en unos frisos de barro, en donde aparecen unos personajes huesudos, desesperados, a los que se les pueden contar las costillas. En ese momento es probable que su diseño sostenible entrara en crisis, aunque sin duda lucharon por mantenerlo.

También supieron cómo manejar la energía del viento y el fuego, con el cual cocieron sus alimentos y montaron sus cultos, muy asociados a unos recintos que aparecen en varios lugares de la ciudad en los que se mantenían vivos unos fogones aparentemente sagrados. Para lograrlo, increíblemente ya conocían el Efecto Venturi, que sirve para reducir la presión de un fluido (el viento en este caso) al pasar por un conducto de diámetro más pequeño. Poco se les escapaba.

La eterna ciudad
Por si no bastara, las ciudades de Caral eran bastante asísmicas. Resistieron el paso de los siglos, cargados de terremotos feroces, gracias las construcción piramidal y a las shicras, que son como bolsas de piedras envueltas con cuerdas que. al producirse el movimiento. disminuyen su impacto. Usaron, por último, quincha —mezcla de troncos, cañas, barro y fibras vegetales—, un material que ante el evento telúrico dispersa las fuerzas y evita que proliferen los derrumbes.

“No hay indicios de que tuvieran guerras”, apunta Novoa, otro dato que abona la imagen de que fueron tan sostenibles que evitaron los conflictos generalizados. Lograron la cohesión social con estas prácticas, que requerían gran organización, y con una religiosidad asociada al fuego y a las jerarquías. Con una imaginación y una acción que hoy, siglos después, se tornan indispensables y que ahora parecen hablar desde esas paredes y escalinatas ancestrales que miran al cielo.

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Fuente: El País

Fecha de publicación: 01/07/2016